sábado, diciembre 23, 2006

Papeleras: ¿un problema ambiental?

Ante la renovada aparición en la prensa de temas ambientales, potenciados por la discusión con el Uruguay alrededor de la poco feliz instalación de pasteras en la localidad de Fray Bentos, parece necesario reclamar la aplicación de algunas ideas impregnadas con cierto grado de sentido común.

El discurso ambiental -de muy larga data- que, justificadamente, se fortaleció a partir de los años sesenta del Siglo XX, creció al amparo de la afirmación de que, quienes no lo sostenían, desconocían procesos esenciales para el futuro de la humanidad.

Y, como en el cuento del rey desnudo, nadie quiere verse tachado de ignorante (o de cómplice en los procesos de degradación ambiental), todos parecen obligados a hablar del tema, más allá de que sepan o no sobre el mismo.

Eso, potenciado por los medios de comunicación que han conjugado algunas ideas domésticas con aspiraciones legítimas y las han repetido como verdades científicas, ha ido validando ciertas deformaciones, que hoy parecen compartirse como certezas indiscutibles.

Una de esas gruesas falsedades es que existe una naturaleza prístina global que puede conservarse como tal, mas allá de la presencia de la cultura humana.

En esa concepción se inscribe la defensa individual del “arbolito”, del “pescadito”, o del “pingüinito”, que tan caras resultan a algunas organizaciones y a no pocos medios.

A partir del aprendizaje y del uso de la tecnología, que podemos datar en alrededor de algo menos de un millón de años atrás, cuando los humanos empezaron a manejar el fuego, el sistema global fue siendo transformado por la cultura; modelándolo de manera tal que la aplicación de cada nueva técnica, amplió la capacidad de soporte de la especie humana, a costa, obviamente, de la misma naturaleza original.

De hecho, la agricultura se desarrolló (y aun, inevitablemente, se desarrolla), sobre la base de la aniquilación previa de toda vida silvestre -animal y vegetal-, la que es sustituida por trigo, centeno, lino, o pasto para el ganado, por sólo dar un par de ejemplos.

Esa sustitución técnica de biodiversidad por monocultivos, es la que permitió que la especie humana pasara de un total de cuatro millones de personas, hace diez mil años, a los seis mil quinientos millones que somos en la actualidad.

Ese ejemplo se puede repetir hasta el cansancio, porque cada salto tecnológico o cada nuevo aprendizaje en el uso de la energía o de la producción, ampliaron la capacidad del sistema natural para acoger a un numero mayor de seres humanos.

Y a pesar de que la distribución de los beneficios no ha sido pareja (lo que constituye otro tema), globalmente la humanidad se ha beneficiado de sus resultados y no podría, literalmente, vivir sin ellos.

Sin embargo, el problema ambiental surge cuando el sistema natural llega al limite de su capacidad de reproducción de sí mismo y de soporte de las actividades que se desarrollan sobre él, único modo de poder seguir desempeñando su papel de fundamento de la vida y de la cultura.

Pero para definir ambas capacidades -de reproducción y de soporte- hay que tener en cuenta que la evaluación de las intervenciones admisibles no puede hacerse, únicamente, en forma localizada y puntual, sino que debe ser al resultado de un estudio comparativo respecto a la presión que se ejerce sobre el territorio en sus distintas regiones, ya que en las tramas que conforman los ecosistemas y las bioregiones, unas y otras se articulan pudiendo llegar a complementarse y compensarse.

Es allí, en la determinación de los límites de intervención admisible que conserven la capacidad de soporte y reproducción del sistema natural, en donde juega el desafío de la gestión global (no sólo ambiental).

En ese marco se inscribe la Evaluación de Impacto Ambiental (EIA), como herramienta para determinar esa incidencia.

Sin embargo, la EIA es una herramienta de análisis localizado y puntual, que, más allá de su innegable importancia, no considera valores relativos a otras regiones, contextos políticos, o la incidencia del impacto respecto a otras intervenciones productivas o culturales.

Por eso, en la administración global, es necesario “contextualizar” la EIA aplicando, adicionalmente, otras herramientas de gestión ambiental, sin las cuales resulta notablemente insuficiente.

Como cierto grado de transformación (contaminación incluida) es absolutamente inevitable, es necesario establecer rangos de admisibilidad, los que no pueden definirse sin la existencia previa de una Política Ambiental, inscripta en la política general y coherentemente articulada con ella.

A su vez, las opciones políticas deben hacerse mediante comparaciones, las que se facilitan con el conocimiento del valor de los recursos en juego; para ello es necesario hacer Inventarios del Patrimonio Natural y asignarles valor mediante el instrumento de las Cuentas Patrimoniales.

Como todo el territorio tiene diversas características, es necesario realizar un Ordenamiento Ambiental, estimulando en cada región los mejores usos a que puede estar destinado, de acuerdo a su vocación y a su capacidad de acogida.

Sin embargo, tampoco eso es suficiente, porque también se deben articular las obras o propuestas puntuales que se evalúan con las líneas generales de acción territorial, o de acción política, o con los objetivos sectoriales, o con el modo en que se relacionan los efectos de esas obras con otras existentes o previstas. Para cubrir esa situación se recurre a la Evaluación Ambiental Estratégica (EAE).

Es cierto que estas herramientas se usan dentro de cada país y en este caso nos encontramos con un conflicto internacional en el que juegan dos jurisdicciones soberanas, pero a pesar de ello y siendo obvio que estas herramientas no han sido instrumentadas ni usadas dentro de la propia Argentina (en la que existen pocos rangos de admisibilidad establecidos), es difícil pensar como, los resultados que ellas aportan, se le pueden exigir a un país vecino.

Al no existir una Política Ambiental nacional definida, ni estar realizadas las Cuentas Patrimoniales del país, ni existir un programa de Ordenamiento Ambiental, ni aplicarse la Evaluación Ambiental Estratégica que permitiera comparar la incidencia de unos emprendimientos respecto de los otros, el discurso público y privado se restringe a invocaciones afectivas, intuitivas, o al genérico deseo de proteger el medio ambiente, recursos legítimos y válidos en si mismos, pero poco útiles si no se usan los instrumentos de gestión aconsejables.

A su vez, al no aplicarse las herramientas señaladas, la Evaluación de Impacto Ambiental carece del marco de interpretación necesario para la gestión, por lo que ímplicitamente se recurre a un marco biologista, tomando de esta disciplina, la Biología, el recorte de la realidad que la misma hace con fines académicos y en el que el resto de las variables sociales son obviadas, por lo que sus resultados pueden ser polémicos, y con frecuencia contradictorios con algunas necesidades de la misma comunidad, que demanda los productos que las fábricas cuestionadas elaboran.

Desde esta perspectiva, veamos la situación de Gualeguaychú.

Remarquemos que se trata de un problema internacional, en el que están en juego las decisiones de dos Estados soberanos.

Esa es una situación que hay que tener en cuenta, ya que las relaciones con Uruguay, no son de particulares a particulares, o de particulares a empresas, sino de Estado a Estado. Los ciudadanos argentinos, por principios constitucionales y de derecho internacional no tienen capacidad individual de representación por fuera de sus autoridades políticas, como bien lo señala el olvidado artículo 22 de la Constitución Nacional, por lo que el descuido en el tratamiento oportuno por parte de nuestro gobierno nacional, no puede imputarse hoy al Uruguay ni a sus habitantes.

Al tiempo en el que los vecinos de Gualeguaychú pidieron el apoyo del gobierno nacional, antes de que se iniciara la construcción de la planta de Botnia en Fray Bentos, cuando aun era oportuno negociar un cambio en la localización de la misma, no lograron respuestas y el Dr. Estrada Oyuela, afirmó y firmó que nada hacia presagiar que Uruguay actuaría incorrectamente.

Argentina tiene una política ambiental mucho más permisiva que el Uruguay, y sorprende que tratemos de forzarle al cumplimiento de estándares estrictos que nosotros no aplicamos en nuestro propio territorio, al punto que, cuando las mismas papeleras se iban a instalar del lado argentino, pocos señalaron sus efectos ambientales.

En ese contexto es necesario analizar la situación de los habitantes de Gualeguaychú que van a ver disminuidos algunos aspectos de su calidad de vida.

Esa disminución de calidad de vida, que hace al confort, y, lo que es más importante, a la identidad local, es difícil de evaluar, porque puede calificarse de más o menos trascendentes, según el lugar en que uno se ubique en la situación problemática.

Pero es indispensable comparar, y si lo hacemos para poder contextualizar (sin pretender justificar la situación), veremos que muchos de esos problemas serán mucho menores que los que sufren las comunidades próximas a las decenas de papeleras argentinas que producen en el interior del país, con tecnologías mucho mas antiguas y contaminantes, y sin las quejas públicas, ni de sus habitantes -que las soportan estoicamente-, ni de los gobiernos involucrados.

Tampoco serán mayores que los que sufren todos los habitantes próximos a zonas industriales, como bien lo saben tanto los habitantes de La Matanza Riachuelo; o los de Río Tercero, con su fábrica de explosivos en el centro de la ciudad; o los de la Ciudad de Córdoba con su planta de combustible nuclear ubicada en uno de los barrios más populosos; o los de tantos centenares de pueblos y ciudades argentinas ubicadas cerca de depósitos de granos, mineras, petroleras, depósitos de químicos, o quienes deben soportar las fumigaciones en las explotaciones agrícolas, etc, etc, etc...

O de los habitantes de tantas zonas desertificadas por la extensión legal y no cuestionada de la frontera agropecuaria (y no sólo por plantaciones de soja).

O de los habitantes de aguas abajo de ríos compartidos que han visto destruir sus vidas por el uso que se hace de las aguas, como los de La Pampa respecto a la disposición que hace Mendoza del Atuel; o como la misma Ciudad de Córdoba, que poluciona el Río Suquía, del que toman su agua decenas de poblaciones aguas abajo.

O de las miles de personas desplazadas de sus hogares por la construcción de presas como Yaciretá o Salto Grande, entre otras.

Si cada uno de estos grupos humanos aplicara sólo una parte de la presión que se le está aplicando al Uruguay, estaríamos, sin duda, al borde de una guerra civil, de todos contra todos, porque no habría nadie que de una u otra manera, no resultara enemigo.

Frente a esto, ¿qué posición adoptar respecto a las pasteras?

Tengamos en cuenta que la relocalización de ENCE ya ha satisfecho buena parte de los reclamos entrerrianos, lo que resulta un logro innegable.

En cuanto a los aspectos aun no resueltos, el apoyo deberíamos limitarlo a la medida del sentido común, restringiendo las expectativas de solución a la aplicación de medidas técnicas y a cierto grado de inevitable tolerancia por parte de los vecinos, pues los errores que cometió el gobierno Argentino al no intervenir en forma oportuna deben ser asumidos.

Debemos atrevernos a reconocer el grado de fantasía que subyace en la postura argentina en cuanto a la polución “cero”, y a la descontextualización respecto a lo que sucede en el resto de Argentina, recordando que la “sustentabilidad” del desarrollo no lo hace nunca ambientalmente incruento, sino que sólo disminuye sus incidencias sobre el sistema natural.

Por su parte, los habitantes de Gualeguaychú no son diferentes a los otros muchos miles de argentinos que soportan las actividades productivas y culturales en sus propios territorios y que tienen igual derecho a ser protegidos.

Por ello, sería mucho más realista y productivo orientar parte de la enorme energía que se está aplicando a esta causa en contra del Uruguay (históricamente, mucho mas responsable que nosotros en temas de protección ambiental) a sanear los emprendimientos que se encuentran en nuestro propio país y sobre los que tenemos gobernabilidad inmediata, potenciando las iniciativas que correctamente se han iniciado.

Y, finalmente aceptar coordinar con Uruguay el modo de minimizar las molestias a la parte argentina y de realizar una gestión correcta en el futuro.

Mientras esto no se haga, seguiremos dando coces contra el aguijón, no por los intereses internacionales (a los que tantas veces culpamos), sino por nuestros propios y gruesos errores, pues el desarrollo, aun “sustentable”, tiene inevitables costos ambientales que requieren de la habilidad de saberlos administrar.

Ignacio Gei
estudioig@gmail.com
Profesor de “Derecho Ambiental” I y II, y de “Ordenamiento Ambiental”
Universidad Blas Pascal, de Córdoba.
Co Director de la “Diplomatura en Gestión Ambiental y Minería”
Universidad Nacional de La Rioja.